LA HEREJÍA CÁTARA
Cruces cátaras en la Cité de Carcassonne. Fotografía del autor
Durante la Edad Media, en el periodo que comprende desde mediados del siglo XII, hasta principios del XIV, y en las zonas del sur de Francia, iba a producirse el resurgir de una nueva herejía que marcaría un antes y un después en la historia cristiana. Se trataría de la herejía cátara o albigense.
Cuando se hace referencia a la palabra herejía, nos estamos refiriendo a una doctrina u opinión religiosa que la Iglesia considera en contraposición a la doctrina Católica. Algunos teólogos van más lejos: y añaden que la herejía es contraria a la verdad revelada por Dios y propugnada por la iglesia.
En el caso de la llamada «herejía cátara» o albigense (en referencia a la ciudad de Albí, Francia), se hace referencia a una doctrina cristiana dualista, es decir, a la concepción que los cristianos de corte gnóstico tenían sobre la naturaleza de las cosas. En tal sentido, y tal como ocurriese con la doctrina maniquea, la deidad era representada mediante dos realidades separadas: el Dios bueno; un Ser Supremo Espiritual Trascendental e Indefinible, y en el otro extremo se encontraría al Príncipe del mundo material o Satán. Según dicha concepción, todo lo que existiese en el mundo sería obra de Satán o el dios del mal, y por tanto, el Dios bueno no tenía responsabilidad sobre los actos cometidos.
De acuerdo a dicha doctrina gnóstica o dualista, los cátaros, tal como ya ocurriera con los maniqueos, no verían a la figura de Jesús como al Dios hecho hombre que propugnaba la Iglesia Católica, sino que ven en Jesús a un ser hipostático (de naturaleza divina y humana). Una criatura de Dios que, lejos de encarnarse físicamente, se presentaría como una alucinación. Motivo que justificaría el que, según dicha creencia, Jesús no llegase a padecer ni a ser crucificado. Esto supondría que los cátaros viesen a Jesús no como un Dios a quien adorar, sino como un maestro espiritual, cuyas enseñanzas serían el camino que ayudarían al hombre a apartarse del apego hacia lo mundano y por tanto, el camino hacia la liberación del espíritu. Este concepto es el que marcaría que los cátaros no viesen a Jesús crucificado como símbolo del cristianismo.
Esta situación provocaría que los cátaros creyesen que el espíritu del hombre se encontraba prisionero del cuerpo material, por lo que, para conseguir la liberación del espíritu, practicarían un estricto ascetismo que les libraría del ciclo de las reencarnaciones.
Anteriormente a la herejía cátara, en el sur de Francia y norte de Italia, durante más de un siglo, había arraigado la herejía bogomila, cuya doctrina no se diferenciaba en demasía de la cátara. Sin embargo, no sería hasta el mes de mayo de 1167 en que se llevaría a cabo el primer concilio cátaro, celebrado en el castillo de Saint Félix de Caraman.
En dicho concilio serían ordenados seis nuevos obispos cátaros o Perfectos, impartiéndose el Consolamentum a una gran multitud de gentes que asistieron provinentes del Languedoc. Es a partir de ese momento que el catarismo ya se encuentra organizado como una Iglesia, constituyéndose comisiones que iban a delimitar los territorios de las diócesis correspondientes a Agen, Albí, Carcassonne y Toulouse.
Sin embargo, años atrás, la Iglesia de Roma ya fue consciente del peligro que para ella representaba el continuo avance que la nueva herejía estaba obteniendo en el Languedoc. Propiciado sobre todo por las propias actuaciones de los clérigos católicos, quienes ofrecían una imagen de abundancia y opulencia, a la vez que predicaban un mensaje de austeridad que ellos incumplían. Por si esto fuera poco, los obispos católicos amenazaban constantemente al pueblo con condenas en el infierno por las faltas más insignificantes; mientras que los Perfectos cátaros mostraban una actitud más optimista, tolerante y condescendiente, a la vez que difundían un mensaje de amor, en la tolerancia y la libertad. Los perfectos cátaros actuaban con total humildad, despreciando lo material y mundano, llegando a rechazar el diezmo impuesto por la Iglesia Católica a los nobles y fieles, otro punto a su favor que las gentes supieron valorar, ya que la Iglesia Católica imponía el pago del diezmo como un deber inexcusable.
A pesar de las persecuciones y castigos sufridos por los herejes cátaros durante ese tiempo, en el que incluso se llegó a ejecutar a varios herejes siendo quemados vivos en la hoguera, la doctrina cátara continuaba en auge. Tanto es así, que la Iglesia de Roma decide enviar a sus mejores oradores a la zona del Languedoc, con el fin de contrarrestar el éxito que estaban obteniendo los Perfectos cátaros. A tal efecto, el Papa Eugenio III, envía a un legado papal y al propio Bernardo de Claraval, quien ante las actuaciones de los perfectos cátaros indica que «la fe es cosa de persuasión y por lo tanto no debe imponerse». Convencido de la correcta actitud de «els bons homes», Bernardo de Clavaral, escribe un informe al Papa donde le confirma: «Nada reprensible se encuentra en su modo de vivir».
Años más tarde, en 1178, en vista de que el catarismo continúa en auge, la Iglesia de Roma, decide dar un escarmiento ejemplar. Así, envía a un legado papal a Toulouse, afín de conseguir una lista de los principales personajes cátaros de la ciudad. A la cabeza de dicha lista aparece el nombre de Peyre Maduran, un notable con gran poder económico, quien además es considerado como el mayor representante de los creyentes cátaros. El legado papal da la orden de apresar a Peyre y es encerrado en los calabozos. Después es obligado a salir descalzo y desnudo de cintura para arriba, mientras es azotado a latigazos durante todo el recorrido que va desde la prisión hasta el atrio de la iglesia de Saint-Sernin. A continuación le confiscan todos sus bienes y es condenado a mendigar durante tres años por Tierra Santa, con el convencimiento de que ante tan dura penitencia, además de su avanzada edad, ya no le sería posible regresar.
Por suerte para Peyre Maduran, los augurios del legado papal no se cumplieron y, de forma casi milagrosa, consigue regresar a Toulouse, después de haber permanecido durante los tres años impuestos en Tierra Santa. Siendo recibido triunfalmente en Toulouse por sus conciudadanos.
Tras los acontecimientos de Toulouse, la Iglesia de Roma, está decidida más que nunca, a acabar con la herejía cátara a cualquier precio. Es así como, en el Concilio de Letrán III, celebrado en el 1179, el Papa Alejandro III, hace una declaración indicando el modo en como habrá que combatir a los cátaros:
«Tomando las armas contra ellos, que sus bienes sean confiscados y se permita a los príncipes reducirles a la esclavitud… A los que luchen para expulsarlos, les perdonamos dos años de penitencia…»
Ahora ya no necesitaba excusas, partir de entonces, la Iglesia Católica actuaría con total dureza y crueldad contra los herejes cátaros.
Para más información: «El Triunfo de María Magdalena – Jaque mate a la Inquisición».
© 2006 José Luis Giménez
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